Caifanes anunció ayer su regreso a la ciudad de Monterrey, tocaran el 10 de noviembre en el Auditorio CitiBanamex. ¿Por qué una banda que tiene 24 años sin grabar un nuevo disco sigue llenando escenarios a lo largo del país? ¿Por qué un vocalista sin voz convoca a tantas personas?

Su último concierto en la ciudad fue hace apenas un mes, en el Machaca Fest 2018, lo vivido aquella noche responde a estas preguntas.

Los Caifanes tocaron ese 23 de junio ante miles de personas, quienes gritaron todas sus canciones y se conmovieron con su mensaje social. Algo conservan de la esencia que los llevó a ser el grupo de rock mexicano más exitoso de los noventas; una mezcla de talento y nostalgia (en proporciones muy iguales) los mantiene arriba del escenario.

Ese día, desde el primer acorde, la gente se hizo partícipe de una ceremonia en la que poco importó que la voz de Saúl Hernández se apagara por momentos o que la guitarra de Rodrigo Baills no se pueda sacudir la sombra de Marcovich. La gente quiso escucharse cantar a sí misma tanto como quiso escucharlos a ellos.

Los tiempos del festival obligaron a la síntesis y solo cantaron sus éxitos probados: “Viento”, “Los dioses ocultos”, “Mátenme porque me muero”, “Afuera”, “Aquí no es así”, etc.

Destacable fue la interpretación de “Antes de que nos olviden”, donde las imágenes de la violencia y muerte en México, proyectadas en las pantallas, provocaron en el publico una respuesta rabiosa y a la vez impotente.

Fue un espectáculo visualmente atractivo, emotivo, bien ejecutado y puramente emocional; en donde su presencia escénica estuvo a la altura del escenario y del aforo.

Después de tantos años, es una obviedad decir que la voz de Saúl quedó a deber; Caifanes es hoy en día un grupo con miles de vocalistas que llevan en sus hombros al líder de la banda, al que le perdonan las afonías y le completan los versos cuando los silencios aparecen.

También es evidente que sonarían mejor con la presencia de Alejandro Marcovich, su discurso guitarrístico y su improvisación.

Pero a pesar de que estas carencias los acompañaran el resto de su carrera, cuando se suben al escenario (llámenle fanatismo, hambre de nostalgia, inclusive ceguera) la gente sigue cantando sus canciones y ofreciéndoles el aplauso.

Además, las letras de Caifanes siguen siendo las mismas; a esas no les salen tumores, esas conservan su tono original.

La poética que duerme en las letras de Saúl Hernández es meramente vivencial, accesible. En ella no habita la belleza de la metáfora fina, la métrica exacta ni el verbo educado; sin embargo, muerden, desgarran, te contagian de rabia, de calle y te dejan la infección encima.

Cuando los dosmiles parieron a Jaguares, todos supimos que no sería lo mismo. La letras eran menos viscerales, un tanto más pretensiosas. La voz, aunque más apagada, aun le peleaba un lugar a la escena del rock nacional… pero eso era jaguar y no caifan. Gran parte de la tribu desertó.

Sin embargo, el sábado en el Machaca éramos miles. Estábamos los que nos quedamos cuando Jaguares, los que regresaron junto con el nombre de Caifanes y los nuevos… los que esperaban a Thirty Seconds to Mars pero crecieron escuchando la lírica surreal de Saúl y los ritmos de Sabo, Diego, Alfonso y Alejandro; todos en ese momento quisieron ser parte de la experiencia.

El adiós del ritual fue al ritmo de “La negra Tomasa” (en su oscura edición extendida) y de la eterna “Célula que explota”. Cuando las luces se apagaron, reposó la nostalgia y la adrenalina se asentó, algunos nos quedamos con una sonrisa cómplice.

Caifanes rema en contra de las miles de voces que les exigen jubilarse avergonzados, esconderse; guardarse dentro de un cajón donde no podamos ver su vejez, sus enfermedades, su discurso atemporal… nuestros propios conflictos.

La relación entre el artista y el público es siempre compleja. Se exige que el artista (en especial el rockero) no envejezca, no madure, no sea feliz; el rock es asunto muy serio como para esas debilidades. Que eso nos lo dejen a nosotros, los que aburridos trabajamos, nos jodemos, ahorramos y vamos a un festival para ver encima del escenario, no a ellos, sino al reflejo de quien alguna vez fuimos.

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